Alex había pasado la tarde encerrado en su
habitación mientras las horas se habían ido amontonando. El cielo se adivinaba
plomizo a través de la raída y amarillenta cortina y sólo el ruido proveniente
de la cocina rasgaba la monotonía.
Era
ya de noche cuando sentado a la mesa, cenaba junto a su madre. Como siempre a
esa hora ambos estaban intranquilos, no obstante, sus miradas cariñosas
lograban disimularlo. Pocos días atrás su madre había reunido unas pocas
monedas para regalarle algo a su hijo, y era ahora sobre lo que le preguntaba.
En un principio Alex se había mostrado receloso ante aquel viejo libro
polvoriento y de tapas cuarteadas, que obviamente había pasado por muchas manos
antes de llegar a las suyas, pero ante la feroz insistencia de su madre, le acabó
prometiendo que lo leería.
De
pronto la puerta se abrió. El hedor tan familiar que Alex tanto temía inundó la
estancia antes que el hombre del que emanaba. Vino, sudor y colonia barata, así
olía para él el miedo. Cuando su padre cruzó por fin el umbral de la cocina,
Alex y su madre temblaban ya en silencio. Aquel hombre tenía un rostro
macilento poblado por una descuidada barba de 2 días que le otorgaba un aspecto
tétrico y su frente, perlada de sudor, enmarcaba unos diminutos ojos negros
bajo los cuales unas grandes bolsas parecían a punto de desprenderse. No
tardaron mucho en derramarse de su boca de sucios dientes toda clase de gritos
e insultos. Alex sólo conseguía ver sus lágrimas cayendo en el plato. Las
amenazas e improperios fueron rápidamente acompañados por golpes que a veces la
mesa, a veces su madre y una vez su mejilla, recibían con brutalidad. Una noche
más aquel horror. Una noche más querer huir y no tener a dónde.
Nada
más entrar en su habitación, Alex cayó en su cama. La rabia y el miedo le
impedían pensar con claridad, pero poco a poco una idea se abrió camino en su
cabeza. No creía que tuviera ningún sentido pero su madre había insistido en
que podría usar un libro siempre que quisiera viajar a cualquier parte,
refugiarse de algo o ser cualquier otra persona. Abrió la obra por la primera
página y empezó a leer, mientras alguna lágrima aún empapaba el papel. El temor
no tardó en dejar paso a la curiosidad mientras poco a poco su dormitorio se
desvanecía. Poco después, Alex devoraba páginas con avidez, mientras surcaba el
océano en un galeón, buscando una isla perdida que escondía un tesoro
legendario. Las lágrimas en sus mejillas se convirtieron en salpicaduras
saladas del mar, su pómulo ardía por el sol resplandeciente y el ruido que
venía de la cocina no era sino el que las olas provocaban al chocar contra el
casco. Tumbado en su cama, tal vez Alex olvidaba el miedo.
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